miércoles, 26 de noviembre de 2008

La chamarra de E

"No debería uno contar nunca nada, ni dar datos ni aportar historias ni hacer que la gente recuerde a seres que jamás han existido ni pisado la tierra o cruzado el mundo, o que sí pasaron pero estaban ya medio a salvo en el tuerto e inseguro olvido."
Tu rostro mañana I, Fiebre y Lanza, Javier Marías.

Todos sabemos lo que el 11 de septiembre de 2001 significó(a) para el mundo entero –literalmente hablando-. Para mí, por suerte, ese día tuvo un significado adicional que llevo siempre conmigo: el primer reencuentro con mi mejor amigo. Antes de que terminara de entender que un par de aviones se habían estrellado contra el par de torres de Nueva York, y que entendiera las implicaciones y significado que eso tenía; me encontraba en Saint Michel esperando a un amigo de mi niñez que llevaba mucho tiempo sin ver. Creo haber estado nerviosa pero el frío y la amenaza de lluvia que anuncian un fin de verano en París me despistaban. Como todo reencuentro deseado, fue rápido y emotivo: un abrazo por encima de dos chamarras negras y dos sonrisas; nervios disimulados y tanto que platicar que no se dijo nada importante durante la primera media hora, fuera de la mención de que algún inquietado en la calle auguraba una tercera guerra mundial.

Recuerdo una caminata larga por las calles de París; recuerdo una conversación intensa y tan placentera que se extendió por dos semanas, aún más intensas: cenas con un presupuesto bajo que se traducían en una pasta [preparada por E], una ensalada [hecha por mí] y una botella de vino tinto siempre presente; música de fondo y libros en la mesa –tanto literal como no literalmente-; la chamarra de cuero negra de E aventada en el sofá. Durante todos esos días me fui a dormir con la misma conclusión: no hay placer más grande que conversar con E.

Regresé a México. Meses después él también regresó y nos volvimos a reencontrar: el mismo par de sonrisas, los mismos intereses, nuevos libros y películas que comentar, y viejas historias que recordar. A diferencia de casi todos los reencuentros, no hubo nostalgia: E llevaba puesta la misma chamarra de cuero que el día que nos vimos y despedimos en París; nada había cambiado. Nos pusimos al tanto, nos reímos, intercambiamos opiniones culturales; disfrutamos el placer de una nueva conversación. Nuevas caminatas juntos que se prolongaron por una temporada larga hasta que él, junto con su chamarra (que adivino traía puesta el día en que subió al avión), regresó a Paris y nuestras conversaciones tuvieron que suspenderse por un tiempo.

Desde su regreso y durante los últimos años, E y yo nos vemos por lo menos dos veces al mes. Nuestros encuentros [casi] siempre han tenido elementos en común: vino, comida, una chamarra de cuero y una gran conversación –[casi] siempre en el mismo lugar-. La familiaridad y complicidad de nuestros reencuentros es lo que más disfruto (la comida del lugar bajó de calidad, lo que les hice saber la última vez que fuimos); las discusiones, angustias compartidas, el llanto, los dilemas eternos y las risas también han enriquecido la amistad.

Dos días antes de venirme a Barcelona fuimos a cenar a un restaurante francés (un nuevo lugar para recordar el primer reencuentro y enfrentar una nueva despedida); a lo que le siguió un postre, dos cervezas cada uno y una discusión de dos horas sobre las marcas en la literatura. A fin de posponer el adiós propuse, sin hambre, unos tacos… A las tres de la mañana E y yo nos abrazamos, por encima de su chamarra de cuero, hasta el próximo reencuentro.

Hace una semana recibí noticias de E: pensaba despedirse de su chamarra. Ayer recibí una petición suya: “Mándame además textos, o escribe cartas largas con una racionalidad egoísta, para afilar tu pluma quiero decir (eso hacía Hemingway)”.

La historia de su chamarra puede leerse aquí:
la mía no podría resumirse; nadie conoce mi racionalidad egoísta como él.

miércoles, 19 de noviembre de 2008

Mis dos mundos - Sergio Chejfec 2

Ya ha pasado un mes desde que leí Mis dos mundos de Sergio Chejfec, y fue hasta ahora que he entendido el verdadero impacto que tuvo sobre mí. Tal vez el momento clave fue su presentación esta semana en donde escuché al autor hablar sobre él; una hora en la que pude empezar a desmenuzar las ideas que habían quedado dando vueltas en mi cabeza –no sé si ya he terminado de hacerlo, no sé si algún día lo haga-. Tal vez fue el hecho de que haya explicado su concepto de tradición con la que me sentí completamente identificada (y confieso, aliviada). Tal vez lo que en realidad pasó –sí, eso pasó- es que hace mucho tiempo un libro no me hablaba directamente a mí; sentí que hubiera podido ser yo el narrador, un narrador que me hablaba a mí al hablarse a sí mismo. La voz era sutil (gran término, gran tono de voz) y las palabras exactas.

No quiero extender más esta reflexión: cuando se tiene el lenguaje adecuado –no digo que sea yo quien lo tenga- no hace falta adornar tanto las ideas; además me da miedo decir más de lo indispensable.

“Si voy a explicarlo debo recurrir a historiar mis ideas prestadas, de las que estoy lleno -aunque no por eso creo que no me pertenezcan de pleno derecho, al contrario-.” (página 56)

lunes, 17 de noviembre de 2008

Sus manos.

...sus manos.
Pasé de la angustia al acelere.
Mis dedos en el teclado, los ruidos en mi cabeza;
pulsadas esporádicas en mi pecho.
Pasé de la necesidad de conectar a la urgencia de relajarme.
Pido silencio a gritos; que los martillos se detengan.
El intento de no pensar; los sonidos cada vez más lejanos.
Dos pasos atrás y pasé de la desidia al movimiento de mis piernas.
Convertí mis ansias en observación.
Empecé a hacer, empecé a recuperarme…
Otra vez insegura, otra vez yo; cada vez más segura.
Cada vez más yo.
En mi lectura miré su sonrisa; provocó la mía.
Pasé de una pluma en mano al papel de cada día.
…sus manos.
Recordé el deseo de la posibilidad; recordé sus manos.
Regresa la nostalgia, la posibilidad se queda; recuerdo sus manos.

viernes, 7 de noviembre de 2008

Neo3: Literatura expandida

Expandir: 1. Hacer que una [cosa] que estaba doblada, arrugada o apretada se extienda y ocupe más espacio. 2. Hacer que se difunda una [noticia].

Últimamente me he preguntado cuál será el límite de la literatura. La mayoría coincide en que no existe alguno, pero entonces, ¿hasta dónde podemos (y debemos) expandirnos al escribir? ¿Cómo decidir la forma que le damos a nuestra escritura? ¿Estamos realmente comprometidos con lo que transmitimos?

Poética de la tecnología y el consumo. No hay bellas metáforas, sino errores interesantes. Javier Moreno.

Para cometer errores, es necesario primero escribir; pero es aún más importante, no tener la intención de cometerlos. Pienso que hay que trabajar mucho el lenguaje: cambiar, analizar, moldear y estudiar las palabras, hasta encontrar las más convenientes. Se me ocurre que para lograrlo hay que leer y leer, y seguir leyendo. Pero ante todo, yo creo que hay que disfrutar mucho de la literatura.

Bizarrismo, Gonzo & Casticismo. Nadie sabe qué putas es la realidad, para eso está la literatura. Manuel Villas. Lo castizo está en la espontaneidad, en no tratar de ser castizo. Mery Cuesta.

Para mí, escribir es una manera de entender [mejor] la realidad, de acomodar lo que he visto y lo que he vivido: de recrear mi historia –y tal vez otras-. Siento que si escribo lograré recordar, lo que no quiero recordar inclusive; y tal vez así entienda lo que hoy, aunque ya [casi] asimilado, me cuesta trabajo digerir. La espontaneidad llegará cuando tenga que venir: “uno escribe en el inconsciente, mientras duerme”, decía mi abuelo. Supongo que las ideas se materializarán también en el momento en el que deban hacerlo -aunque igual podemos buscar una aproximación con visitas a estados de ánimo y lugares familiares-. Primero me gustaría desarrollar un lenguaje propio, encontrar mi voz y callar las que me estorban.

Litdelux: Letra + Música. Morrisey ha hecho de lo cotidiano, único. Elena Medel. La simplicidad en la literatura es un doble artificio. Tratar de ser sencillo puede ser complejo. Pere Quixá.

Siempre he pensado que lo más sencillo (no simple) puede ser lo más sublime. Así, con la literatura podríamos hacer grandes cosas, por ejemplo y para empezar, que nuestras experiencias –y las de otros- trascendieran. Me gustar creer que podemos transformar nuestras vidas y hacerlas tan únicas como el lenguaje nos lo permita. ¿Y si nos reinventáramos?

El hombre que susurraba a los camellos: Escritura y droga. Cuando la droga afecta a tu creación, tienes un problema grave. Yo me drogo para ser yo misma. Eva Vaz.

Imagino que todo escritor inventa sus propios métodos para escribir, para provocar su inspiración; pero ¿no debería toda obra tener connotaciones reales de quien la crea? Realidad: lo que existe, lo que nos envuelve, nosotros. Algunos se drogan para ver otra realidad, yo necesito escribir para recordar la mía: no olvidar mis raíces. Creo que en el fondo, todos queremos estar motivados y rodearnos de aquello que nos hace estar en contacto con nosotros mismos.

Sujetos nómadas: viaje, identidad y violencia. Viajo, pero sobre todo escribo. Martí Sales.

Viajar me ha permitido conocer y explorar la forma de vida y tradiciones de otros lugares, de otras culturas. Sin embargo, creo que es indispensable que primero entienda mi propio origen. Así, el viaje me permitirá también distanciarme y ser [más] objetiva con el lugar del que vengo y sus costumbres: entenderme mejor a mí misma. Me llega una idea: si cada vez que viajo defino una mínima parte de lo que soy, a lo mejor si recorro el mundo, logre descubrirme por completo.

Novela Pintada y Arte Escrito
. Debemos buscar la literatura en distintas disciplinas. Violeta Gómez.

Pienso que para escribir hay que estar atentos a todo los que nos rodea: los colores, los rostros, los zapatos, los olores, las miradas, lo indiferente; todo es material para la literatura. Me siento ansiosa: quiero captarlo todo, no perderme detalle. ¿Serán la curiosidad y la disciplina suficientes?

Proyección del video Proyecto Nocilla de Agustín Fernández Mallo.
Pienso que como futuros escritores tenemos un compromiso: trabajar y trabajar, y crear y crear. Solamente así podremos conocer nuestros límites y proponer nuevos horizontes. Solamente así, podremos llamarnos artistas.

Clausura del evento.
Mi discurso no cambia: pienso que la importancia de este congreso radica en crear un espacio para que escritores, artistas, lectores y críticos, podamos reflexionar. Su aportación es darnos una pauta para que exploremos el alcance de la literatura, y una vez más, de nosotros mismos; que examinemos la relación que establecemos con ella. Mi sentir es menos claro: termina el congreso y yo a penas comienzo a escribir de manera seria, a hacerlo parte de mi rutina. Mi cabeza está a punto de explotar: he pensado demasiado, me he cuestionado mucho. Percibo sensaciones que llegan hacia mí, rebotan y salen en distintas direcciones: ansiedad por escribir, temor a ser demasiado ansiosa, miedo a no presionarme lo suficiente. Estoy inquieta por leer (he vuelto a recodar todo lo que no sé); preocupada por el tiempo que se me escapa –se me está escapando-. Tengo que luchar contra múltiples emociones: la incertidumbre de mi futuro [literario], las ventajas y responsabilidades de dar los primeros pasos, la suerte de estar aquí, ahora. Quiero ser congruente. Siento la necesidad de concretar y muchas ganas de experimentar. Me siento, al fin y al cabo, perdida. Respiro, aún perdida, y reafirmo lo que quiero hacer, y que de alguna manera ya estoy haciendo: escribir.

Salgo con más preguntas que cuando entré por primer vez, el viernes 10 de octubre de 2008 a mediodía, al Palau de la Virreina. Tengo ahora más dudas que cuando empecé el máster en creación literaria. Estoy más convencida ahora de seguir mi vocación y ser escritora.

Y si no era para cuestionarnos todo esto, entonces ¿qué buscaba Neo3?

domingo, 2 de noviembre de 2008

Desgracia - J.M. Coetzee


¿Puede un libro removernos tantas cosas hasta el punto de creer que la angustia viene de nuestra alma, y no de la historia que estamos leyendo? O para ser más precisos, ¿sin darnos cuenta de que es realmente la novela la que nos está doliendo?

Tal vez necesitaba eso... necesitaba un golpe así de duro para terminar de despertar (¿terminamos de despertar algún día?) y empezar a buscar mi tradición en el lugar correcto.

sábado, 1 de noviembre de 2008

Palomas en otoño

Es sábado, el primer día que realmente siento el otoño. La ciudad parece estar un poco desierta, por lo menos en esta zona. Camino hacia una librería pero sin rumbo fijo. Cruzo y me detengo a la mitad de una avenida, y miro en dirección contraria a la circulación de los coches: alcanzo a ver más afluencia en la parte de abajo. Aún así hay poca circulación para ser una de las partes más transitadas y turísticas de Barcelona. Sigo caminando y las hojas secas en el piso llaman mi atención, no hay muchas pero son suficientes para notar que el otoño ha llegado. La mayoría de ellas han sido pisoteadas. A mí me encantan, no puedo evitar fijarme en la melancolía que le aportan a la ciudad en esta época del año.

Puede notarse cómo la temperatura ha bajado estos días. La mayoría de la gente ya usa abrigos, de distintos grosores y materiales, pero todos buscan protegerse del aire, frío y seco. Es probable que algunos se rían de mí en silencio: a penas es 1 de noviembre y yo ya llevo doble chamarra y bufanda.

A mi derecha, casi en la esquina, tres escalones más arriba que el resto de nosotros, una señora moja un trozo de pan en un chorro de agua que se esconde detrás de la estatua de un niño. Me detengo y me siento en frente, por alguna razón no puedo dejar de mirarla. Es una persona mayor, un poco jorobada y se mueve lento; desde aquí puedo ver su piel gruesa y las arrugas de su cara. Lleva un vestido negro que le cubre todo el cuerpo, un suéter gris descuidado y una tela morada que no permite ver su pelo, aunque lo imagino grisáceo, casi blanco. Me cautiva el esmero con el que poco a poco deshace el pan y lo avienta en pequeños trozos a una treintena de palomas que se encuentran abajo, esperando ansiosas la siguiente migaja. Unos minutos después, el pan que lanzaba se ha terminado, pero ellas no se marchan. Ella sonríe mientras abre los brazos y encoge un poco los hombros, como diciendo: “lo siento, no me queda más”, pero las palomas continúan rodeando el lugar. Ella ríe, se agacha y saca otro pedazo: repite el ritual. Las aves comen; la vieja se sacude las manos, se echa el bolso al hombro derecho y baja los escalones para seguir su camino. En la mano izquierda lleva un bastón con el que se apoya y en la otra sostiene su herramienta de trabajo: un vaso con el que pide limosna.

Un niño corre hacia las palomas, que no han terminado los restos de comida. Éstas, asustadas, vuelan en todas direcciones y rompen la mancha negruzca que la señora, con dos pedazos de pan, había logrado formar.

Nada queda de la escena anterior, solamente el viento que hace volar las páginas en las que escribo. La ciudad sigue vacía. Tal vez cuando la gente se acostumbre al frío del otoño, tal vez cuando termine la hora de comida, o tal vez cuando no sea sábado, esta banca estará llena y no habrá palomas que coman sobre hojas secas.