lunes, 6 de septiembre de 2010

Transcurro.

Transcurro.

Fue un día como hoy,
eso me han dicho.
Vine a éste mundo,
sedienta,
caprichosa.

Fue un día como hoy,
yo no me acuerdo.
Pero no hay día que pase
sin desafiar al espejo
para intentar recordarlo.

Me sobreacoge el presente,
me impulsa el miedo.
Ambivalente.
Sentimental.

Me asusto, al ver lo que veo,
lloro, al descubrir lo que falta,
sonrío, porque puedo hacerlo.

Fue un día de agosto, similar al de hoy.

Desde entonces transcurro,
me deslizo en el tiempo
entre amigos y terceros inciertos.
Busco incógnitas y subsisto en mi mente.
Sorteo las heridas y alimento el pasado.

Fue un día de agosto
cuando empecé a imaginar
un futuro, igual a éste hoy.

miércoles, 7 de abril de 2010

Porque estamos vivos sin darnos cuenta...

Siempre me ha sorprendido la gente que habla de su muerte con tanta naturalidad. Yo siempre le he tenido miedo, tanto miedo que en más de una ocasión me he levantado de la mesa cuando las conversaciones giran alrededor de ella o de cualquier otra tragedia que ponga en evidencia la extrema fragilidad de la que está hecha la vida.

No sé por qué, pero creo que mi miedo consistía en morirme sin darme cuenta, en que un día cerraría los ojos y nunca más los volvería a abrir (mejor ni pensar en todo lo que dejaría de ver). Por eso, cuando era niña, también me daba miedo irme a dormir y permanecía horas leyendo con la luz prendida.

Últimamente, cuando pienso en la muerte, me calmo a mí misma diciéndome: “no te preocupes, si te mueres, ni cuenta te darás”. Es extraño cómo un mismo argumento puede funcionar para defender dos posturas opuestas.

En fin, no me quiero morir pronto –no sé si querré hacerlo algún día– ni tampoco quiero hablar sobre la muerte (mi miedo aún no está del todo resuelto).

Ayer me quedé leyendo hasta tarde, no por miedo, sino por el gusto de perderme en la lectura. Sólo apagué la luz cuando, al final de un capítulo, leí una frase que me pareció lo suficientemente buena como para conservar su sabor hasta que me despertara hoy por la mañana (asumiendo, claro, que sí despertaría; la vida se da siempre por sentada).

Resulta que ayer soñé que me iban a matar y mientras intentaba esconderme de la pistola que apuntaba hacia mí, me decía a mí misma: “tranquila, no te vas a dar cuenta”.

Hoy me desperté con el corazón acelerado, angustiosamente contenta y repitiendo la última frase que leí antes de mi muerte imaginaria: “hay pocas cosas más vivas que el sabor de la muerte” (Mantra, Rodrigo Fresán).

Porque a veces no basta sólo con saberlo, sino que hace falta compartirlo, me pareció que una buena manera de manifestar que estoy inmensamente feliz de estar viva –perdón por la cursilería–, es hacerme presente de nuevo aquí.

viernes, 5 de febrero de 2010

Zapatos ajenos.

Cada vez que unos zapatos dejan de cumplir con su función, les tomo una fotografía y luego los tiro a la basura. Cuando llego a mi casa, coloco la imagen sobre mi escritorio y reconstruyo su historia; empiezo el ritual de la memoria.

Mediante un relato, recuerdo los pasos que recorrieron. Reconstruyo los viajes que hicieron, los museos que visitaron, las librerías a las que entraron, los parques que caminaron, los restaurantes en donde comieron; los otros zapatos de los que se enamoraron, los amigos que encontraron y aquellas ocasiones en que corrieron muertos de miedo.

Algunos me duran cuatro años y otros sólo un par de meses. Y sin que el tiempo guarde proporción con el sentimiento, cuando me despido de ellos, a veces me dan ganas de llorar y otras veces me siento indiferente, aunque todos sabemos que la indiferencia no es más que una forma de encubrir el fondo de la pérdida. No puedo negar, sin embargo, que la mayoría de las veces siento nostalgia, nada extraño ante la culminación de una etapa.

Despedirme de mis zapatos viejos con una foto que refleje sus costuras rotas y los agujeros producidos por el tiempo, es mi manera de disfrutar el pasado; terminar con un cuento, es la oportunidad de comprarme unos nuevos.

Resulta que hoy, por primera vez, le tomé una fotografía a unos zapatos ajenos. Ya he tirado los zapatos y ahora sólo me queda la foto a la que no sé qué relato corresponde; al no haber caminado conmigo, no conozco su historia.

He tratado de imaginar que agonizaron en el desierto, que volaron a un país lejano, que entraron al café de abajo en busca de un chocolate caliente, o que bailaron noches enteras hasta el amanecer. También he pensado que no vieron nada porque se quedaron durmiendo en el suelo de una habitación, o que estaban enamorados de unos tenis míos que estaban cerca mientras los tuve en mi casa.

Lo cierto es que la única historia que conozco de ellos, es la de cómo llegaron a mis manos y las condiciones en las que hoy desaparecieron. Es por eso que la primera página del relato en cuestión sigue en blanco y muchas ideas rondan mi cabeza. Pero dos nuevos pensamientos han emergido.

Tal vez por considerar que lo importante no sólo es aquello que hemos hecho, sino lo que estamos haciendo ahora, por primera vez, cuando pienso en zapatos, parece no inquietarme en dónde estuvieron, y en vez de eso, me pregunto en dónde estarán ahora.

Los zapatos, por último, eran de otro, y cada quien tiene sus propias historias y decide qué hacer con ellas. Yo prefiero caminar con los míos. Aunque ¿por qué negarlo?, ahora que tengo su imagen delante y sin saber qué pensar sobre ellos, confieso que también por eso escribo: para saber qué hacer con los zapatos ajenos.

domingo, 24 de enero de 2010

Una verdad.

Me debato entre poemas, me suele suceder. Elijo dos que aparentemente se contradicen y luego decido cuál de los dos define mejor mi sentir, o lo que es peor, cuál de los dos guiará mi actuar. El problema está, ciertamente, en que uno cree que busca respuestas en palabras ajenas. Eso cree, porque después de todo, uno no puede leer toda la poesía que se ha escrito y entonces sólo abre las páginas en aquellos versos que cree que le regalarán una verdad. Una verdad, sólo una.

Tengo tanto sentimiento...

Tengo tanto sentimiento
que es frecuente persuadirme
de que soy sentimental,
mas reconozco, al medirme,
que todo esto es pensamiento
que yo no sentí al final.

Tenemos, quienes vivimos,
una vida que es vivida
y otra vida que es pensada,
y la única en que existimos
es la que está dividida
entre la cierta y la errada.

Mas a cuál de verdadera
o errada el nombre conviene
nadie lo sabrá explicar;
y vivimos de manera
que la vida que uno tiene
es la que él se ha de pensar.

Fernando Pessoa, Versión de Ángel Crespo

Ahora entiendo que el mejor interlocutor es ese extraño, pero honesto momento en el que uno decide entre qué poemas quiere debatirse.