Siempre me ha sorprendido la gente que habla de su muerte con tanta naturalidad. Yo siempre le he tenido miedo, tanto miedo que en más de una ocasión me he levantado de la mesa cuando las conversaciones giran alrededor de ella o de cualquier otra tragedia que ponga en evidencia la extrema fragilidad de la que está hecha la vida.
No sé por qué, pero creo que mi miedo consistía en morirme sin darme cuenta, en que un día cerraría los ojos y nunca más los volvería a abrir (mejor ni pensar en todo lo que dejaría de ver). Por eso, cuando era niña, también me daba miedo irme a dormir y permanecía horas leyendo con la luz prendida.
Últimamente, cuando pienso en la muerte, me calmo a mí misma diciéndome: “no te preocupes, si te mueres, ni cuenta te darás”. Es extraño cómo un mismo argumento puede funcionar para defender dos posturas opuestas.
En fin, no me quiero morir pronto –no sé si querré hacerlo algún día– ni tampoco quiero hablar sobre la muerte (mi miedo aún no está del todo resuelto).
Ayer me quedé leyendo hasta tarde, no por miedo, sino por el gusto de perderme en la lectura. Sólo apagué la luz cuando, al final de un capítulo, leí una frase que me pareció lo suficientemente buena como para conservar su sabor hasta que me despertara hoy por la mañana (asumiendo, claro, que sí despertaría; la vida se da siempre por sentada).
Resulta que ayer soñé que me iban a matar y mientras intentaba esconderme de la pistola que apuntaba hacia mí, me decía a mí misma: “tranquila, no te vas a dar cuenta”.
Hoy me desperté con el corazón acelerado, angustiosamente contenta y repitiendo la última frase que leí antes de mi muerte imaginaria: “hay pocas cosas más vivas que el sabor de la muerte” (Mantra, Rodrigo Fresán).
Porque a veces no basta sólo con saberlo, sino que hace falta compartirlo, me pareció que una buena manera de manifestar que estoy inmensamente feliz de estar viva –perdón por la cursilería–, es hacerme presente de nuevo aquí.
miércoles, 7 de abril de 2010
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