Sucedió durante la madrugada de un lunes. La única luz real venía de la luna, que no era llena ni estaba cerca de serlo. Fue mientras pasaba por el número 74 de la avenida más famosa, lo recuerdo porque era un número insignificante; a veces esas son las cosas que más recordamos, y con ellas llenamos nuestras vidas de simbolismos. Sucedió dos segundos después –no exagero– de pensar en voz alta que era afortunada por poder caminar con ese clima, en esa –esta– ciudad, rodeada de una gran arquitectura y sin peligro alguno. El aire fresco y la ventaja de sentirme siempre tan privilegiada.
Pasó una motocicleta y me arrancó mi bolsa de la mano, con la misma convicción de un pelicano que se lanza de picada al mar para sorprender a su presa. Mi primera reacción fue gritar, pero no tardé mucho en empezar a reír; esa fue la verdadera sorpresa. Me reí tanto que en la comisaría donde fui a hacer la denuncia me regañaron; comprobé que el sentido del humor nunca nadie me lo robará. Sin embargo, a penas ahora me he detenido, después de varios días, a respirar profundo para meditar y digerir –palabra tan exacta– lo que aparentemente me robaron.
Mientras le daba mis datos a la policía me quité los zapatos; necesitaba sentir el piso y que aquello era real; necesitaba dejar mis huellas en ese momento para comenzar un ciclo nuevo.
La bolsa la compré en el viaje en el que decidí ser escritora. Como todo en la vida, la bolsa desapareció una vez cumplida su función. Ahora que ya me siento escritora de verdad, no necesito objetos que me recuerden lo que ya sé, lo que siento, lo que quiero, lo que soy.
Adentro llevaba una libreta en blanco, nueva, esperando que alguna idea fuera lo suficientemente buena como para estrenarla. En el fondo sabía –y ahora lo confirmo– que no hay ideas tan buenas como para no escribirlas; lo importante es escribir, lo importante es despertar y no dejar de vivir.
Llevaba también un bote de maquillaje, el cual tenía desde hace tres años y seguía prácticamente igual de lleno: no suelo maquillarme, la transformación artificial me da mucho miedo. Las arrugas de los ojos que me han salido [por sonreír] las he asumido como parte de un manifiesto de felicidad y autenticidad.
Llevo días sin teléfono y me siento liberada; aprovecho para probar mi capacidad de entender el mundo tal como era –es–. Intento conectarme con él y conmigo de una manera más profunda; trascender la trivialidad.
Mi agenda: me quitaron –por suerte– el vicio y lo absurdo de pensar que uno controla el tiempo, y con ello, lo que uno siente; eso que sentimos es lo único que realmente prolonga –o acorta– los días, las horas, la vida. Me regalaron un susto; uno que me hizo alargar ese –mi– tiempo incontrolable. Sonreí un rato y luego me reí otra vez al ver que podía levantar los brazos sin algo que me estorbara… y entonces me puse a bailar [en silencio]. Recordé que soy libre y que no me da miedo dejar de controlar mi risa o mis pies.
Después de hacer el inventario, me di cuenta de que ninguna pérdida había sido realmente importante, y entonces se me ocurrió reflexionar sobre lo que había ocurrido.
Recordé mi [otra] ciudad en la que nací y crecí; una ciudad peligrosa, pero en la cual nunca me han robado ni mi libertad ni la lucha por lo que quiero. Al parecer soy la única o de las pocas que todavía piensan así –la suerte, otra vez, de sentirse todo el tiempo afortunado–. La verdad es que mi país siempre ha sabido respetar mis ciclos, mis pensamientos y mis deseos. Mi cuidad me ha facilitado la búsqueda de mi congruencia más absoluta; las cosas son claras, pero no las vemos. Los contrastes son formativos y la diversidad es maravillosa. En la vida todos robamos, nuestra historia está llena de arrebatos y estafas, pero somos incongruentes y fingimos ser siempre las víctimas. Cuando no lo hacemos, aceptamos el discurso del que tiene miedo y asumimos que somos incapaces de hacer algo al respecto. Es cierto que algunas cosas nos superan y nos volvemos impotentes, pero también es cierto que no nos gusta ser demasiado honestos; la honestidad implica ser responsables. Somos incongruentes al permitir que nos roben sólo para podernos quejar. Somos igual de incongruentes al no permitir que nos roben lo que en realidad nosotros mismos deberíamos tirar.
Lo cierto es que nos pueden robar en las calles de cualquier ciudad: el acto es el mismo, lo que cambia es el fondo y el discurso que adoptamos. Pero el robo más grave no es ese, sino el que nos hacemos a nosotros mismos al dejar de reír, actuar o caminar. Lo ideal sería que con o sin robo, elimináramos los discursos y nos quitáramos los zapatos para formar nuevos caminos, nuevas historias.
Llegué a mi casa con una energía y ansiedad extrañas. Tenía un poco de miedo, pero me acosté en el sillón y me puse a mirar a través de la ventana. Cayeron muchos rayos y empezó a llover. Fue una noche realmente mágica, y hubo magia porque fue honesta, sincera. Fue una noche en la que lo [único] verdadero fue el conjunto de todas esas ideas que derivan de la prolongación del tiempo, y que como no he escrito, nadie me ha robado.
Pasó una motocicleta y me arrancó mi bolsa de la mano, con la misma convicción de un pelicano que se lanza de picada al mar para sorprender a su presa. Mi primera reacción fue gritar, pero no tardé mucho en empezar a reír; esa fue la verdadera sorpresa. Me reí tanto que en la comisaría donde fui a hacer la denuncia me regañaron; comprobé que el sentido del humor nunca nadie me lo robará. Sin embargo, a penas ahora me he detenido, después de varios días, a respirar profundo para meditar y digerir –palabra tan exacta– lo que aparentemente me robaron.
Mientras le daba mis datos a la policía me quité los zapatos; necesitaba sentir el piso y que aquello era real; necesitaba dejar mis huellas en ese momento para comenzar un ciclo nuevo.
La bolsa la compré en el viaje en el que decidí ser escritora. Como todo en la vida, la bolsa desapareció una vez cumplida su función. Ahora que ya me siento escritora de verdad, no necesito objetos que me recuerden lo que ya sé, lo que siento, lo que quiero, lo que soy.
Adentro llevaba una libreta en blanco, nueva, esperando que alguna idea fuera lo suficientemente buena como para estrenarla. En el fondo sabía –y ahora lo confirmo– que no hay ideas tan buenas como para no escribirlas; lo importante es escribir, lo importante es despertar y no dejar de vivir.
Llevaba también un bote de maquillaje, el cual tenía desde hace tres años y seguía prácticamente igual de lleno: no suelo maquillarme, la transformación artificial me da mucho miedo. Las arrugas de los ojos que me han salido [por sonreír] las he asumido como parte de un manifiesto de felicidad y autenticidad.
Llevo días sin teléfono y me siento liberada; aprovecho para probar mi capacidad de entender el mundo tal como era –es–. Intento conectarme con él y conmigo de una manera más profunda; trascender la trivialidad.
Mi agenda: me quitaron –por suerte– el vicio y lo absurdo de pensar que uno controla el tiempo, y con ello, lo que uno siente; eso que sentimos es lo único que realmente prolonga –o acorta– los días, las horas, la vida. Me regalaron un susto; uno que me hizo alargar ese –mi– tiempo incontrolable. Sonreí un rato y luego me reí otra vez al ver que podía levantar los brazos sin algo que me estorbara… y entonces me puse a bailar [en silencio]. Recordé que soy libre y que no me da miedo dejar de controlar mi risa o mis pies.
Después de hacer el inventario, me di cuenta de que ninguna pérdida había sido realmente importante, y entonces se me ocurrió reflexionar sobre lo que había ocurrido.
Recordé mi [otra] ciudad en la que nací y crecí; una ciudad peligrosa, pero en la cual nunca me han robado ni mi libertad ni la lucha por lo que quiero. Al parecer soy la única o de las pocas que todavía piensan así –la suerte, otra vez, de sentirse todo el tiempo afortunado–. La verdad es que mi país siempre ha sabido respetar mis ciclos, mis pensamientos y mis deseos. Mi cuidad me ha facilitado la búsqueda de mi congruencia más absoluta; las cosas son claras, pero no las vemos. Los contrastes son formativos y la diversidad es maravillosa. En la vida todos robamos, nuestra historia está llena de arrebatos y estafas, pero somos incongruentes y fingimos ser siempre las víctimas. Cuando no lo hacemos, aceptamos el discurso del que tiene miedo y asumimos que somos incapaces de hacer algo al respecto. Es cierto que algunas cosas nos superan y nos volvemos impotentes, pero también es cierto que no nos gusta ser demasiado honestos; la honestidad implica ser responsables. Somos incongruentes al permitir que nos roben sólo para podernos quejar. Somos igual de incongruentes al no permitir que nos roben lo que en realidad nosotros mismos deberíamos tirar.
Lo cierto es que nos pueden robar en las calles de cualquier ciudad: el acto es el mismo, lo que cambia es el fondo y el discurso que adoptamos. Pero el robo más grave no es ese, sino el que nos hacemos a nosotros mismos al dejar de reír, actuar o caminar. Lo ideal sería que con o sin robo, elimináramos los discursos y nos quitáramos los zapatos para formar nuevos caminos, nuevas historias.
Llegué a mi casa con una energía y ansiedad extrañas. Tenía un poco de miedo, pero me acosté en el sillón y me puse a mirar a través de la ventana. Cayeron muchos rayos y empezó a llover. Fue una noche realmente mágica, y hubo magia porque fue honesta, sincera. Fue una noche en la que lo [único] verdadero fue el conjunto de todas esas ideas que derivan de la prolongación del tiempo, y que como no he escrito, nadie me ha robado.
2 comentarios:
Nuri: cuánta madurez. ¿eres tú? realmente sacaste lo mejor de la experiencia y por eso me siento muy orgulloso de ti... estás rebozante de optimismo, lo cual me da un gusto enorme. Te mando un abrazote!
¿Que te puedo decir?
me quito el sombrero.
eres buena, sin duda....
¡la verdad que envidia!
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