"No debería uno contar nunca nada, ni dar datos ni aportar historias ni hacer que la gente recuerde a seres que jamás han existido ni pisado la tierra o cruzado el mundo, o que sí pasaron pero estaban ya medio a salvo en el tuerto e inseguro olvido."
Tu rostro mañana I, Fiebre y Lanza, Javier Marías.
Todos sabemos lo que el 11 de septiembre de 2001 significó(a) para el mundo entero –literalmente hablando-. Para mí, por suerte, ese día tuvo un significado adicional que llevo siempre conmigo: el primer reencuentro con mi mejor amigo. Antes de que terminara de entender que un par de aviones se habían estrellado contra el par de torres de Nueva York, y que entendiera las implicaciones y significado que eso tenía; me encontraba en Saint Michel esperando a un amigo de mi niñez que llevaba mucho tiempo sin ver. Creo haber estado nerviosa pero el frío y la amenaza de lluvia que anuncian un fin de verano en París me despistaban. Como todo reencuentro deseado, fue rápido y emotivo: un abrazo por encima de dos chamarras negras y dos sonrisas; nervios disimulados y tanto que platicar que no se dijo nada importante durante la primera media hora, fuera de la mención de que algún inquietado en la calle auguraba una tercera guerra mundial.
Recuerdo una caminata larga por las calles de París; recuerdo una conversación intensa y tan placentera que se extendió por dos semanas, aún más intensas: cenas con un presupuesto bajo que se traducían en una pasta [preparada por E], una ensalada [hecha por mí] y una botella de vino tinto siempre presente; música de fondo y libros en la mesa –tanto literal como no literalmente-; la chamarra de cuero negra de E aventada en el sofá. Durante todos esos días me fui a dormir con la misma conclusión: no hay placer más grande que conversar con E.
Regresé a México. Meses después él también regresó y nos volvimos a reencontrar: el mismo par de sonrisas, los mismos intereses, nuevos libros y películas que comentar, y viejas historias que recordar. A diferencia de casi todos los reencuentros, no hubo nostalgia: E llevaba puesta la misma chamarra de cuero que el día que nos vimos y despedimos en París; nada había cambiado. Nos pusimos al tanto, nos reímos, intercambiamos opiniones culturales; disfrutamos el placer de una nueva conversación. Nuevas caminatas juntos que se prolongaron por una temporada larga hasta que él, junto con su chamarra (que adivino traía puesta el día en que subió al avión), regresó a Paris y nuestras conversaciones tuvieron que suspenderse por un tiempo.
Desde su regreso y durante los últimos años, E y yo nos vemos por lo menos dos veces al mes. Nuestros encuentros [casi] siempre han tenido elementos en común: vino, comida, una chamarra de cuero y una gran conversación –[casi] siempre en el mismo lugar-. La familiaridad y complicidad de nuestros reencuentros es lo que más disfruto (la comida del lugar bajó de calidad, lo que les hice saber la última vez que fuimos); las discusiones, angustias compartidas, el llanto, los dilemas eternos y las risas también han enriquecido la amistad.
Dos días antes de venirme a Barcelona fuimos a cenar a un restaurante francés (un nuevo lugar para recordar el primer reencuentro y enfrentar una nueva despedida); a lo que le siguió un postre, dos cervezas cada uno y una discusión de dos horas sobre las marcas en la literatura. A fin de posponer el adiós propuse, sin hambre, unos tacos… A las tres de la mañana E y yo nos abrazamos, por encima de su chamarra de cuero, hasta el próximo reencuentro.
Hace una semana recibí noticias de E: pensaba despedirse de su chamarra. Ayer recibí una petición suya: “Mándame además textos, o escribe cartas largas con una racionalidad egoísta, para afilar tu pluma quiero decir (eso hacía Hemingway)”.
La historia de su chamarra puede leerse aquí:
Recuerdo una caminata larga por las calles de París; recuerdo una conversación intensa y tan placentera que se extendió por dos semanas, aún más intensas: cenas con un presupuesto bajo que se traducían en una pasta [preparada por E], una ensalada [hecha por mí] y una botella de vino tinto siempre presente; música de fondo y libros en la mesa –tanto literal como no literalmente-; la chamarra de cuero negra de E aventada en el sofá. Durante todos esos días me fui a dormir con la misma conclusión: no hay placer más grande que conversar con E.
Regresé a México. Meses después él también regresó y nos volvimos a reencontrar: el mismo par de sonrisas, los mismos intereses, nuevos libros y películas que comentar, y viejas historias que recordar. A diferencia de casi todos los reencuentros, no hubo nostalgia: E llevaba puesta la misma chamarra de cuero que el día que nos vimos y despedimos en París; nada había cambiado. Nos pusimos al tanto, nos reímos, intercambiamos opiniones culturales; disfrutamos el placer de una nueva conversación. Nuevas caminatas juntos que se prolongaron por una temporada larga hasta que él, junto con su chamarra (que adivino traía puesta el día en que subió al avión), regresó a Paris y nuestras conversaciones tuvieron que suspenderse por un tiempo.
Desde su regreso y durante los últimos años, E y yo nos vemos por lo menos dos veces al mes. Nuestros encuentros [casi] siempre han tenido elementos en común: vino, comida, una chamarra de cuero y una gran conversación –[casi] siempre en el mismo lugar-. La familiaridad y complicidad de nuestros reencuentros es lo que más disfruto (la comida del lugar bajó de calidad, lo que les hice saber la última vez que fuimos); las discusiones, angustias compartidas, el llanto, los dilemas eternos y las risas también han enriquecido la amistad.
Dos días antes de venirme a Barcelona fuimos a cenar a un restaurante francés (un nuevo lugar para recordar el primer reencuentro y enfrentar una nueva despedida); a lo que le siguió un postre, dos cervezas cada uno y una discusión de dos horas sobre las marcas en la literatura. A fin de posponer el adiós propuse, sin hambre, unos tacos… A las tres de la mañana E y yo nos abrazamos, por encima de su chamarra de cuero, hasta el próximo reencuentro.
Hace una semana recibí noticias de E: pensaba despedirse de su chamarra. Ayer recibí una petición suya: “Mándame además textos, o escribe cartas largas con una racionalidad egoísta, para afilar tu pluma quiero decir (eso hacía Hemingway)”.
La historia de su chamarra puede leerse aquí:
la mía no podría resumirse; nadie conoce mi racionalidad egoísta como él.