Ya ha pasado un mes desde que leí Mis dos mundos de Sergio Chejfec, y fue hasta ahora que he entendido el verdadero impacto que tuvo sobre mí. Tal vez el momento clave fue su presentación esta semana en donde escuché al autor hablar sobre él; una hora en la que pude empezar a desmenuzar las ideas que habían quedado dando vueltas en mi cabeza –no sé si ya he terminado de hacerlo, no sé si algún día lo haga-. Tal vez fue el hecho de que haya explicado su concepto de tradición con la que me sentí completamente identificada (y confieso, aliviada). Tal vez lo que en realidad pasó –sí, eso pasó- es que hace mucho tiempo un libro no me hablaba directamente a mí; sentí que hubiera podido ser yo el narrador, un narrador que me hablaba a mí al hablarse a sí mismo. La voz era sutil (gran término, gran tono de voz) y las palabras exactas.
No quiero extender más esta reflexión: cuando se tiene el lenguaje adecuado –no digo que sea yo quien lo tenga- no hace falta adornar tanto las ideas; además me da miedo decir más de lo indispensable.
“Si voy a explicarlo debo recurrir a historiar mis ideas prestadas, de las que estoy lleno -aunque no por eso creo que no me pertenezcan de pleno derecho, al contrario-.” (página 56)
No quiero extender más esta reflexión: cuando se tiene el lenguaje adecuado –no digo que sea yo quien lo tenga- no hace falta adornar tanto las ideas; además me da miedo decir más de lo indispensable.
“Si voy a explicarlo debo recurrir a historiar mis ideas prestadas, de las que estoy lleno -aunque no por eso creo que no me pertenezcan de pleno derecho, al contrario-.” (página 56)
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