Es sábado, el primer día que realmente siento el otoño. La ciudad parece estar un poco desierta, por lo menos en esta zona. Camino hacia una librería pero sin rumbo fijo. Cruzo y me detengo a la mitad de una avenida, y miro en dirección contraria a la circulación de los coches: alcanzo a ver más afluencia en la parte de abajo. Aún así hay poca circulación para ser una de las partes más transitadas y turísticas de Barcelona. Sigo caminando y las hojas secas en el piso llaman mi atención, no hay muchas pero son suficientes para notar que el otoño ha llegado. La mayoría de ellas han sido pisoteadas. A mí me encantan, no puedo evitar fijarme en la melancolía que le aportan a la ciudad en esta época del año.
Puede notarse cómo la temperatura ha bajado estos días. La mayoría de la gente ya usa abrigos, de distintos grosores y materiales, pero todos buscan protegerse del aire, frío y seco. Es probable que algunos se rían de mí en silencio: a penas es 1 de noviembre y yo ya llevo doble chamarra y bufanda.
A mi derecha, casi en la esquina, tres escalones más arriba que el resto de nosotros, una señora moja un trozo de pan en un chorro de agua que se esconde detrás de la estatua de un niño. Me detengo y me siento en frente, por alguna razón no puedo dejar de mirarla. Es una persona mayor, un poco jorobada y se mueve lento; desde aquí puedo ver su piel gruesa y las arrugas de su cara. Lleva un vestido negro que le cubre todo el cuerpo, un suéter gris descuidado y una tela morada que no permite ver su pelo, aunque lo imagino grisáceo, casi blanco. Me cautiva el esmero con el que poco a poco deshace el pan y lo avienta en pequeños trozos a una treintena de palomas que se encuentran abajo, esperando ansiosas la siguiente migaja. Unos minutos después, el pan que lanzaba se ha terminado, pero ellas no se marchan. Ella sonríe mientras abre los brazos y encoge un poco los hombros, como diciendo: “lo siento, no me queda más”, pero las palomas continúan rodeando el lugar. Ella ríe, se agacha y saca otro pedazo: repite el ritual. Las aves comen; la vieja se sacude las manos, se echa el bolso al hombro derecho y baja los escalones para seguir su camino. En la mano izquierda lleva un bastón con el que se apoya y en la otra sostiene su herramienta de trabajo: un vaso con el que pide limosna.
Un niño corre hacia las palomas, que no han terminado los restos de comida. Éstas, asustadas, vuelan en todas direcciones y rompen la mancha negruzca que la señora, con dos pedazos de pan, había logrado formar.
Nada queda de la escena anterior, solamente el viento que hace volar las páginas en las que escribo. La ciudad sigue vacía. Tal vez cuando la gente se acostumbre al frío del otoño, tal vez cuando termine la hora de comida, o tal vez cuando no sea sábado, esta banca estará llena y no habrá palomas que coman sobre hojas secas.
Nada queda de la escena anterior, solamente el viento que hace volar las páginas en las que escribo. La ciudad sigue vacía. Tal vez cuando la gente se acostumbre al frío del otoño, tal vez cuando termine la hora de comida, o tal vez cuando no sea sábado, esta banca estará llena y no habrá palomas que coman sobre hojas secas.
1 comentario:
Llevo minutos leyendo lo que hasta ahora esta escrito....con tres palabras ...me ha encantado....palomas en otoño es especial y me hace pensar y llevar mi cabeza a tantos sitios e imaginar cada palabra con la que describes cada espacio y momento que ves....profundidades eternas de tu alma sensible....te adoro
espero seguir leyendote cada vez algo nuevo....
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